Un oficinista renunció al trabajo y viajó de Buenos Aires a Bariloche en caballo

 

Agustín Mayer tiene 26 años, renunció a su trabajo y decidió emprender un viaje a caballo junto con un amigo y escribió un libro donde retrata la aventura: temores, alegrías, desencuentros y una pausa inesperada. Y esas sensaciones fueron publicadas hoy por el diario La Nación.

Cuatro caballos, dos amigos y un sueño: unir Buenos Aires y Bariloche al galope.

Agustín Mayer había soñado desde muy chico con recorrer el mundo a caballo, pero el destino lo llevó por otro camino. A sus 25 años, se encontraba trabajando en una automotriz alemana. Y la maestría que estaba cursando reforzaba esa dirección.

Sin embargo, lo que parecía ser un simple ejercicio del curso lo interpeló con tres preguntas punzantes: ¿qué soñaba de niño? ¿cómo era su presente? y ¿cómo se imaginaba su futuro? Su pasado y su futuro se resumían en un caballo, pero el presente lo encontraba en una silla azul de la oficina. En ese momento comenzó a gestarse su nueva meta: ir a Bariloche a caballo.

“Entendí que no hay que dejar pasar el tiempo sin hacer lo que uno quiere”, recuerda ahora Agustín. Le propuso el viaje a su íntimo amigo Sebastián y una mirada entre ellos alcanzó para decirlo todo. Mate en mano, marcaron el recorrido en Google Maps que les llevaría más de 30 días.

“Mis mejores recuerdos tienen como escenario el campo. Mi padre administraba campos en la provincia de Buenos Aires, y en los veranos nos instalábamos allí. Me la pasaba arriba de un caballo”, recuerda Agustín con una sonrisa imborrable en su rostro.

Llegó diciembre de 2015, y con la ruta ya trazada, Agustín renunció a su trabajo y comenzó con los últimos preparativos: repasaron el camino, las postas y las fechas, y compraron 4 caballos que apodaron “El Capitán”, “Sabandija”, “Buzo Táctico” y “Vueltero”. El último paso antes de partir fue preparar las alforjas: llevarían bombachas de campo, camisas, alpargatas, una campera, una linterna, una cocina a gas, un botiquín para humanos y otro para caballos, libros, cuadernos y cámara de fotos.

“Antes de viajar, hicimos circular un video donde aparecían los pueblos por los que íbamos a pasar. Nos llegaron decenas de mensajes de personas que no conocíamos, ofreciéndonos sus casas”. Durante el viaje se convirtieron, además, en una leyenda viviente: al hacer tramos de 50 kilómetros, las noticias corrían muy rápido. “Ustedes se quedaron en lo de mi primo ayer”, solían escuchar cuando llegaban al siguiente pueblo.

“Nunca nos imaginamos la inmensa generosidad y hospitalidad de la gente”, revela emocionado Agustín. Y no es para menos. Más de 30 familias les ofrecieron sus hogares a lo largo del recorrido para hospedarse -a ellos, y a los caballos.

28 de diciembre de 2015, 7.30 de la mañana y un calor sofocante. “No podíamos creer lo que estábamos haciendo. Yo tendría que haber estado en la oficina y estaba saliendo a un viaje con una incertidumbre total”, cuenta, y continúa: “Me subí al caballo, pero cada 500 metros frenábamos porque se nos caían todas las cosas; pensé que no llegábamos”.

Tras 22 kilómetros recorridos, decidieron hacer la primera parada en Villa Moll, un pueblo de 600 habitantes. Allí conocieron a Liliana, la dueña de una casa, que les ofreció agua y mate. Cuando se estaban despidiendo, “el Buzo” se soltó y escapó. “Sebas salió al galope a buscarlo, yo fui hacia el otro lado a ver si lo cruzaba. Las alforjas que cargaba se soltaron y nuestras cosas quedaron en la calle. Lo encontramos lastimado, quisimos curarlo pero salió disparado. Volvimos a intentarlo una y otra vez, hasta que lo logramos”, recuerda.

Las experiencias fuertes suelen dejar marcas y enseñanzas, y su travesía no fue la excepción: “Fue un freno muy fuerte a la ansiedad”. Es que mientras ellos preguntaban por una ruta, los lugareños les hablaban pausado, poniendo en jaque su ansiedad. “Estamos acostumbrados a las transacciones de información y a que la gente en la ciudad sea un obstáculo: una fila en un supermercado o una cola en el peaje”, reflexiona Agustín. Esa percepción cambió por completo durante la travesía, encontrarse con alguien en el viaje siempre era una alegría: “aprendimos a valorar a la gente, a cambiar el trato, a alegrarnos por pequeñas cosas y a conformarnos con poco”.

El 16 de enero los encontró en San Martín, durmiendo en una carpa. De pronto, Agustín sintió una luz fuerte y despertó a Sebastián. Salió, y con los ojos aún encandilados, vio a dos policías. Les hicieron un extenso cuestionario, les pidieron sus documentos y las libretas de los caballos, y hasta los nombres y teléfonos de sus padres. “Nunca entendí por qué necesitaban esos datos. Quizá nos confundieron con los prófugos del triple crimen de General Rodríguez, que en ese momento buscaban intensamente”, infiere.

A pocos días de llegar al ansiado destino, Agustìn recibió el golpe más duro. Su hermano Mariano lo llamó con la peor noticia: “Internaron al viejo, tuvo un infarto. Está en terapia intensiva, muy grave pero estable”. A miles de kilómetros, en medio del campo y de la luz de las estrellas, Agustín sólo atinó a escuchar, colgar y llorar: “En veinte segundos se me derrumbó el mundo. No podía hablar. Parecía que alguien estuviera ahorcándome”. Inundado por la angustia, decidió volver urgente, pero no había lugar en ningún vuelo de aquel 1 de febrero. Sin que él lo supiera, sus amigos empezaron a juntar plata para alquilar un vuelo privado, hasta que finalmente consiguió un pasaje y se reencontró con su familia. “A la semana de entrar prácticamente muerto al hospital, mi padre salió caminando”, recuerda con angustia.

La llegada, la revancha

Con su padre ya recuperado, Agustín y Sebastián retomaron el viaje, galoparon varios kilómetros y llegaron finalmente a Bariloche. “Sentí una inmensa alegría, plenitud y satisfacción. Nos reíamos y llorábamos a la vez, festejábamos frente al Nahuel Huapi como si hubiéramos ganado el mundial”, dice sin exagerar. Les avisaron a quienes los habían ayudado a llegar y recordaron todo lo que habían vivido en esos 40 días de travesía con cierta nostalgia: “El olor a lluvia antes de una tormenta. El ruido del campo, su silencio. Las estrellas, la luna, el fuego. Una siesta bajo el árbol. Horas de silencio, de soledad. El cariño de los caballos, su apego, su fidelidad. Cada una de esas sensaciones se sellaron en mis sentidos”.

De la travesía a la escritura del libro

Además de su pasión por los caballos, Agustín sentía un profundo amor por la escritura. Por eso empezó a registrar el viaje en un cuaderno. Al cuarto día de viaje, les robaron un bolso en una estación de servicio de 25 de mayo, donde tenían una cámara de fotos, libros y sus cuadernos de viaje. Agustín consiguió uno y retomó la escritura. Cuando regresó a Buenos Aires, y en solo 3 meses, escribió “El sol no te espera: un viaje a caballo de Buenos Aires a Bariloche”, con descripciones llamativas y precisas. “Me ayudó mucho contar todo el tiempo el viaje, era tradición oral. Todos los días conocíamos gente nueva, y volvíamos a contar las mismas historias; ya sabíamos los diálogos de memoria”, asegura.

El título del libro se inspiró en una queja de su amiga correntina Teté. Una tarde de sol, ella lo esperaba para ir a tomar mates, y ante su tardanza, le dijo: “Dale, que el sol no te espera”. La frase le encantó y la hizo propia: “Era el hilo que conectaba toda la historia. El sol nos marcaba el tiempo: el calor, la hora y el paso de los días. A la vez, significaba la posibilidad de decidirte a hacer lo que querés hacer y perseguir los sueños, porque el tiempo pasa”.

Mientras terminaba la escritura del libro, Agustín entendió que necesitaba un cambio en su vida y comenzó, junto con amigos, un emprendimiento de elaboración de cerveza artesanal en su propia casa.

FOTO AGUSTIN MAYER

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