Teófilo Pazos y la Laguna Azul. Con mucho miedo vio que un temporal azotó el lugar

 

La azulada extensión de la Meseta de Somuncurá pone su proa de basaltos y coirones hacia un nuevo invierno. Ya la nieve rebate sus alas de pájaro como anunciando para su reino fríos intensos y para sus sufridos pobladores las penurias recurrentes.

Los hombres de la meseta son tan curtidos como el ámbito geográfico que los circunda. Esperando siempre un futuro mejor que nunca llega y desechando con su silencio parco las promesas de los timoratos que nunca se cumplen.

Hay un largo cansancio en el alma de los hombres y en el paisaje que se repite siempre igual indiferente ante tanta soledad y postergación.

Mañana será otro día y el que viene será igual. Eso se sabe.  La rutina que se repite: levantarse con el sol o tal vez más temprano, avivar el fueguito del fogón con las brasas que quedaron de la noche, tomar unos amargos con tortas fritas hechas sin levadura y mirar y mirar por la puerta para ver cómo está el tiempo. Después bien abrigado hasta con dos pulóveres superpuestos armar un cigarrillo, ensillar el caballo y salir a recorrer el campo.

Observar los alambrados, mirar si el zorro colorado anduvo haciendo daño, cuidar la chivada, ver si alguna oveja está picada de sarna y así hasta el mediodía cuando se regresa al puesto para recomenzar a la tarde después de la frugal comida de carne asada de capón.

Somuncurá, piedra que suena, paraje caído de toda cartografía, reino del basalto y de la soledad, donde las viejas leyendas tejen en silencio sus contadas tristes: la temible piedra rodadora, el Señor de las Aguas abrevando en la laguna con su tropilla invisible, las ofrendas, los viejos ritos de la “piedra dueña”, los anchimallenes, el cuero del agua que aguarda a los incautos para llevarlos a la profundidad de las lagunas.

A veces las nevadas son terribles y suelen aislar los parajes y matar a los animales que quedan apretados y muertos buscando el calor que no llega y el aire que falta, diezmando a las majadas y empobreciendo a sus dueños.

Donde los hombres se pierden y no pueden llegar al poblado ni a los centros para encontrar ayuda. Los políticos siempre hablan de helicópteros y de vehículos especiales para andar en la nieve en operativos que siempre llegan a destiempo.

Los hombres y mujeres que habitan la meseta tienen los ojos cansados de tanto esperar. Hablan poco porque en el campo las palabras están de más. De paciencia sí saben mucho, porque la paciencia no se compra como los vicios elementales para la subsistencia, se acopia en el alma.

La meseta endurece el corazón de los hombres. El cerro Corona Grande sabe de resistir al impertinente que quiere escalarlo para faltarle el respeto. Es como si la tierra misma pusiera a prueba a los hombres para hacerlos templados y fuertes.

Ahora se habla mucho de turismo ecológico, de turismo aventura, de áreas naturales protegidas y de leyes que jamás se reglamentarán. Por eso los hombres y mujeres que viven arriba de la meseta hablan muy poco porque saben mucho de escuchar. El silencio es salud.

Teófilo Pazos es un viejo poblador de Somuncurá. Sabe de esfuerzos y de sacrificios porque la vida le ha enseñado que en esos parajes perdidos de la mano de Dios nada se da gratuitamente, nada se regala.

A veces la naturaleza que es inclemente de un solo golpe arrebata el trabajo de muchos años mejor dicho de casi toda una vida.

Hace ocho años, un día como tantos pero que nunca se borrará de su memoria, vio junto a su familia con gran alarma y miedo como el temporal azotaba con toda su furia las aguas de la Laguna Azul, en cuyas inmediaciones desde siempre se encontraba edificada su vivienda.

Supo que algo andaba mal al ver como el viento huracanado arrancaba de su base el molino que hacía unos días se había colocado y cuando cada cañadón se convertía en un furioso río  de fuerza incontenible.

Y vio que las aguas de la laguna subían y subían hasta llegar al umbral de su casa y luego más arriba hasta taparla por completo, y supo después de la resignación y la impotencia para más allá de las promesas volver a empezar.

Hoy, de su vivienda solo se ve el techo.

Historias de vida de hombres y mujeres de la meseta como Teófilo Pazos que saben mucho de afirmar sus rostros contra los temporales, no solo los de viento y agua sino los de la indiferencia y la postergación de sus co provincianos que muy pocas veces imaginan historias como estas.

 

Jorge Castañeda

Escritor – Valcheta

 

 

 

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