Su majestad el vino. “Amigo del pan en la mesa familiar, del amor y de la amistad”.

 

El vino, inspiración de los poetas y de los artistas; símbolo de la sangre del Resucitado; fruto de la vid; rojo tulipán de la primavera; licor celestial; leche de Venus según Píndaro o la bebida de los dioses para muchos supo alegrar por generaciones el corazón de los hombres.

Ya lo supo decir el Maestro de Galilea que no se “debe volcar el vino nuevo en odres viejos”. Y así es. Ha evolucionado con el correr de la historia y de los tiempos para afincarse en las distintas regiones del mundo y de nuestro país para ser ungido ahora como “nuestra bebida nacional”. ¡Qué privilegio!

Podemos decir como el rey impío de Macbeth “¡Dadme vino, llenad la copa hasta sus bordes!”. O tal vez aceptar prudentes el concejo del Quijote a su gordo escudero Sancho Panza, futuro gobernador de la ínsula, “se templado en el beber, que el vino demasiado, ni guarda secreto ni cumple palabra”. O advertir como Baltasar de Alcázar “no eches agua, Inés, al vino para que no se escandalice el vientre”. O bien pensar que casi todas las cosas al decir de Maese Gonzalo de Berceo “bien valdrán como creo un vaso de bon vino”. O cantar como el extremeño Menéndez Valdez el himno “amigos bebamos; y en dulce alegría pasemos el día, la copa empinad”.

Aseverar como el gran Víctor Hugo que “la uva y el vino son la obra admirable del famoso poeta sol”. Junto al gran nicaragüense Rubén Darío que descansa bajo sus leones de marmolina escribir que “amo tu delicioso alejandrino como el de Hugo, espíritu de España; éste vale una copa de champaña como aquél vale un vaso de bon vino”. Como el persa en las Rubaiyat glosar “bebe vino porque largo tiempo estarás bajo la tierra sin mujer y sin amigos”. O al modo del monje benedictino y ciego Dom Pérignon en la oscuridad de la Abadía de Hautvillers, exclamar “estoy bebiendo estrellas” al catar por primera vez el vino espumante, alegre y placentero llamado con justeza champagne.  El vino, siempre el vino “porque el vino se parece al hombre como supo decir el atormentado Baudelaire.

“¿Qué no haya vino? ¡Qué estulticia! ¡Qué locura! Si decís que no haya vino por causa de los borrachos, debéis decir también por grados: que no haya noche por causa de los ladrones, que no haya luz por causa de los espías, y que no haya mujeres por caso de los adúlteros”.

“El que bebe se emborracha, el que se emborracha duerme, el que duerme no peca, el que no peca va al cielo. Puesto que al cielo vamos ¡bebamos!”.

“Buena carne y vino puro dicen las antiguas leyes, agua que toman los bueyes que tienen el cuero duro”.

Yo atónito ante tanta sabiduría al escribir esta crónica digo: ¡Salud, mester de vinería! Admiro en la redondez plena de la uvada el sabor gozoso que rige al vino y sus misterios, el ornato de las hojas de la vid y los brazos leñosos de los sarmientos. Voy catando al escribir las palabras como aquel protagonista desgraciado de “El tonel de amontillado”, del famoso cuento de Edgar Allan Poe.

Viajo a la prehistoria; lo observo al patriarca Noé con su aladrería ya dispuesta a la embriaguez para dar reposo a su labor; levanto el ritón del griego; beso el cuerno del germano; miro el “vino cuando en la copa rojea” y que después que alguien me ate al mastelero de algún barco como aconsejan los sabios Proverbios de Salomón.

Cántaros, ánforas, cálices, vasos, pipetas, odres, damajuanas, botellas, limetas, pellejos, cubas, toneles, piletas, lagares, bordelesas. Forma y contenido para que nunca se queden en agraz las uvas del vino y sus secretos.

Porque en ninguna parte –decía Jorge Edwards- se conversa una botella de vino como entre nosotros. Vino compañero del pan en la mesa familiar, de la convivencia, del amor y de la amistad.

“Entre esa luz, ultrafloral morada/ a la sombra carnal y enamorada/ que lo íntimo visita la madera/ terrestre habita el vino y su locura,/ que en los huesos detiene la dulzura/ y el sueño vivo de la primavera”  cantó la vena lírica de don Jaime Dávalos.

Y vale la pena volver a Khayyám, el persa armador de tiendas, poeta, astrónomo y filósofo porque “de la felicidad sólo el nombre conocemos y nuestro amigo más viejo es el vino nuevo. Acaricia con la vista y con la mano el único bien que no falla: el ánfora plena de sangre de la vid”.

A días de ser declarado como bebida nacional quiero dedicar esta humilde crónica miscelánea sobre el vino, a mis amigos los ingenieros enólogos  Federico Witkowski y Alcides Llorente que con su talento y profesionalidad contribuyeron al desarrollo y promoción de los vinos patagónicos y me invitaron a su club del “buen beber”.

 

Jorge Castañeda

 

Escritor – Valcheta

 

 

 

 

 

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