Con todo mi cariño para quienes me inspiraron desde niño el amor por las bellas fantasías que ayer dediqué a mis hijos y que hoy retransmito a esos pequeños seres amados que vuelven a iluminar mi vida con su magia milagrosa.
“Vecchia, ciao. La pasta è pronta?”, dijo Rocco como único saludo y dio un portazo, como era su costumbre al llegar a casa.
– “Sei arrivato, meno male”, respondió Peppina mientras colocaba sobre la mesa ya tendida la botella de vino “casereccio” que el día anterior le trajera el suegro.
Rápidamente se abocó al rito de colar la “pastasciutta”, amasada tempranito, coronarla con la salsa y el “parmigiano” y llevarla a la mesa, dejando a su paso los inconfundibles vapores y aromas característicos de su mano calabresa. La fuente de porcelana, heredada de su “nonna”, reposó una vez más sobre el mantel de hilo blanco recién almidonado.
Cada día la misma actitud, el mismo afectuoso escenario de los últimos cuarenta años.
En tanto a Rocco, recogido en sus pensamientos de italiano simple y después de una larga noche de trabajo, no le faltaron fuerzas para abalanzarse sobre el manjar. Rodeó con su brazo izquierdo el plato colmado, en un acto de egoísmo instintivo propio de los tiempos de la guerra, mientras, impulsado por la mano derecha, el tenedor iba y volvía frenéticamente entre la pasta y la boca.
En el cordial silencio, respetuoso de la hora del almuerzo, Peppina observaba a su marido devorar sin piedad su cotidiano esfuerzo culinario mientras dejaba fluir los recuerdos mil veces repetidos… Los veintitrés hermanitos que quedaron y que nunca volvió a ver… La “mamma” siempre encinta y siempre dando la teta… La campiña… Los tiempos “della guerra”… El hambre… El puerto… Los besos de la despedida…… El “arrivederci” que fue el último adiós… Sus hijos…
Rocco saboreaba con placer (y el cinturón ya desprendido) el último bocado. Anticipándose a lo que ella ya suponía y mientras repasaba el pan sobre los últimos vestigios de la salsa, dijo a su mujer…
-“Peppi, quiero aprovechar mis vacaciones para visitar a Marietta y a los chicos”.
Ella asintió con una leve sonrisa, aunque sin palabras.
“Pensar que en Italia los trenes van como a 150 por hora”, reflexionaba Rocco mientras recorría los últimos interminables minutos que lo separaban de su hija y sus nietitos, después de casi dieciocho horas de viaje. “Quién te habrá mandado Marietta a venir tan lejos”, se dijo, olvidando por un momento su propia historia de inmigrante.
Le sobraron seis de los nueve sánguches y dos de los cuatro litros de gaseosa que Peppina le preparó en un bolsito. O el “tano” había perdido el apetito o estaba tan impaciente por llegar que casi se olvidó de comer. El viaje en tren desde Buenos Aires a Viedma era una calamidad, especialmente en aquellos vagones clase “turista” en los que los pasajeros llegaban totalmente cubiertos por el polvo del camino. Bajó del maletero una media docena de paquetes y bolsitas, mientras los frenos chirriaban anunciando el arribo a la vieja estación de Patagones adonde lo esperaban para ganarle tiempo al cruce del puente ferrocarretero. Rescató del bolsillo el ticket de la valija grande que venía en el furgón de carga. Peppina la había preparado con amorosa dedicación… dos camisetas, un salame, cuatro pañuelos, dos kilos de azúcar, un par de pantalones, tres paquetes de pasta… “no, mejor cuatro”, y así, con caprichosa armonía matemática, el resto del pesado bagaje.
Durante la guerra pasó de todo, pero quizás el hambre fue lo peor… Por eso: un “maglione”, dos kilos de harina, los calzones largos, una horma de provolone y los caramelo y los porotos y las medias, las lentejas y “ah!… faltan las camisas”.
Después, veinte vueltas de cuerda para un lado y otras tantas cerrando en cruz el valijón de cuero ya casi desvencijado. Peppina puso el dedo y entre los dos apretaron con fuerza el nudo. “Tra due è meglio”, dijo Rocco mientras le guiñaba el más chiquito de sus pícaros ojos verdes.
Finalmente, el tren se detuvo, luego de “apenas” dos horas de demora, justo frente al cartel de la estación que señalaba el final de su camino a casi mil kilómetros de la Capital. Desde la escalinata del vagón observó las manos que lo saludaban y aliviado respiró, por fin, el aire fresco de la mañana patagónica. En pocos segundos pudo dar rienda suelta a los abrazos y besos contenidos.
Entre sus seres queridos, aquella noche del cinco de enero, la Cruz del Sur brilló con inaudita intensidad. Una luna impecable, plateó con mágica pincelada el río, la inmensidad del desierto y los perfiles de las ciudades hermanas.
-“Nonno, como son los Reyes Magos de Italia?”, preguntó con dulce inocencia Julián, el menor de los hijos de Marietta.
Sin proponérselo, el pequeñito destapó aquel baúl que atesoraba las maravillas y las fantasías reservadas para los inocentes.
-“Nada podré contarte mientras las luces de la casa estén encendidas”, le respondió a su nieto, imprimiendo a su voz un premeditado tono de misterio.
Marietta comprendió al instante la intención de papá. Aquella actitud era el presagio de una renovada noche de magia y temores de la infancia.
Encendió todas las velas que pudo encontrar e inmediatamente apagó las luces eléctricas para ambientar la fantasía. Entrecerró los ojos y retornó emocionada a sus seis años, a sus hermanos, a papá y a mamá, a la intimidad de su pequeña y cálida casita de Lomas de Zamora, a aquel momento en el que Gaspar, Melchor y Baltasar, llegaban de la mano de los cuentos que Peppina narraba con ternura y que Rocco reforzaba agregándoles sonidos onomatopéyicos y algunas reflexiones y experiencias de su propia cosecha.
Acomodó un almohadón sobre el piso y se acurrucó “tremando di paura” para escuchar, una vez más, “las temibles y horripilantes cosas que le ocurren a quien se atreve a espiar la llegada de los Reyes Magos cuando vienen a depositar sus regalos”.
-“Jamás, pero nunca jamás, aunque te estés muriendo de hambre o de sed, o con muchas ganas de hacer pipí, te levantes de tu cama en la notte dei Re Maghi”, decía al nietito que abría cada vez más grandes sus ojos. Y continuó el abuelo con voz y gestos cada vez más inquietantes: “Si desobedeces, verás cosas extraordinarias, pero nunca lograrás contárselas a nadie”. Julián sacudía la cabecita de un lado al otro para expresar un “no”, que se había atravesado en su garganta. Disfrutando de haber atrapado toda su atención, continuó diciéndole: “Durante la noche de los Santos Reyes, entre la medianoche y las cinco de la mañana, que es cuando visitan las casas de los niños que se portaron bien para dejarle sus obsequios y caramelos, suceden las cosas más increíbles. Los animales hablan entre sí en el idioma de los hombres. Podrás escucharlos, sí, pero será la última vez porque te convertirás en piedra o, en el mejor de los casos, quedarás ciego, sordo y mudo para que no puedas volver a espiar, ni escuchar, ni contar lo que hayas visto…”
Marietta se desenrolló para abrazar a Julián y escuchar la última parte de la historia: “De los arroyos y de las canillas surgen ríos de oro y piedras preciosas; los juguetes, las muñecas, los muebles, los autos y todo cuanto existe, toma vida. Hablan y respiran como los seres humanos y hasta los árboles, ya secos, dan hojas y frutos exquisitos que duran unas pocas horas y después desaparecen… ”
Rocco se tomó un breve respiro para evaluar el suspenso y la atmósfera creados en su audiencia e imprimirle a su voz un ya exagerado tono enigmático: “Las vides y los olivos se cubren de uvas y aceitunas maduras y deliciosas y el desierto resplandece de flores multicolores… Todo esto sucede mientras los Reyes descienden desde el cielo para cumplir la obra que Jesús les ha ordenado, pero nadie puede mirar sin sufrir el castigo”.
-“Pero si nadie pudo verlos y no se puede contar, cómo sabés que es verdad, nonno?”, se atrevió a interrumpir Julián, apretando su manito a la de su mamá para darse coraje.
-“Me lo ha contado la Fata ZùmbulaZùmbula”, respondió rápidamente Rocco que tenía todas las respuestas en la punta de la lengua después de tantos años de práctica.
-“El hada Zùmb…???”, alcanzó a decir el pequeñito antes de que el “nonno” lo interrumpiera: “Esa es otra historia que sólo podré contarte una noche sin estrellas ni luna, que es cuando los duendes están distraídos, juntando en una botella las lágrimas de los niños abandonados en la calles”.
-“Papá dice que la cena está servida”, intervino Pablo que ya había escuchado la misma historia varias veces: “Andiamo a mangiare”.
Autor: Alberto Ricaldoni, periodista de Viedma
Foto: Homes in the sky