Algunos mecánicos para ir a trabajar se visten de frac. Uno de ellos se llama Héctor y es mi amigo. Suele usar una gamuza amarilla en el bolsillo superior de su overol y un trozo de estopa casi permanente entre sus manos.
Uno los observa y dan la impresión que para ser directores de orquesta sólo les falta la batuta; porque para ellos poner a punto un motor es como afinar un Stradivarius que si queda regulando su armonía iguala a la de la mejor sonata para piano.
En sus lugares de trabajo, los talleres, son una fiesta para los cinco sentidos. Andan a sus anchas entre aromas varios y característicos –nunca se debe decir olores- los que sí por separado no dicen nada juntos definen la quintaesencia de un taller: el etéreo y volátil de la nafta y de su primo pobre: el gasoil; el de los lubricantes donde la reina grasa hace también las delicias del tacto; los de la oleosidad diversa de los aceites; el resultante de la combustión de los motores en marcha y hasta los indignos que si solo repugna aliado a los otros hace a las inquietudes de los más exigentes perfumistas franceses.
La morsa implacable, el tablero de herramientas donde la familia Bhaco predomina indiscutida; las flatulencias delatoras del compresor; el torno siempre servicial y salvador, vasallo fiel; la fresadora que siempre da una mano; el complejo auxilio de las poleas, tarzán de las cadenas; la veracidad inobjetable del calibre y hasta el alambre siempre versátil y necesario.
Y el paraíso de los abarrotes con los salvadores tarritos llenos de tornillos, arandelas, tuercas: de todo como en un bazar oriental repleto de minucias para gritar como el sabio: ¡Eureka!!
¡Loas y Fanfarrias para los mecánicos argentinos!
Yo quiero descender a la profundidad oscura de la fosa para ver el mundo distinto. Observatorio privilegiado, honduras del conocimiento, lupa escrutadora, edén del indiscreto, examen riguroso.
Extasiarme contemplando los invariables calendarios que exhiben señoritas ligeras de ropa o casi sin ninguna, lo que es más placentero para los ojos.
Contemplar cómo se extrae un palier, ver como el cigüeñal transforma el movimiento de las bielas, ponerme el impertinente para darle luz a los platinos (eso era antes, ahora reina la computadora), hacer fuego con la chispa de las bujías.
¿Y que me cuentan del traspatio del taller? Cementerio de partes, piezas inútiles, repuestos inservibles, cubiertas rotas, latas de grasa, baterías agotadas y cebaduras viejas de yerba.
Hemos también de saber que todo taller tiene sus amigos infaltables: los habitués que cumplen con el rito dela visita cotidiana porque sencillamente son amantes de los fierros, de la lectura compartida del diario y de las charlas sobre fútbol.
¿Y qué taller no prepara su auto de competición?
¡Salve, mecánicos de mi tierra, inteligentes y habilidosos!!
Que en vez de cerrarse cada día se levanten más persianas y que haya trabajo para todos. Ustedes lo merecen.
Texto: Jorge Castañeda
Escritor – Valcheta