Se cumplió el 136 aniversario del nacimiento de Ceferino Namuncurá, beato mapuche a un paso de su santificación según los cánones de la Iglesia Católica. Tal como ya lo hiciera hace unos cuantos años me propongo una mirada analítica sobre la trágica historia personal de aquel muchacho hijo y nieto de grandes longkos mapuches que, después de su temprana muerte, fue convertido en paradigma de religiosidad, de vocación de fe y entrega sumisa a un mandato divino.
La pregunta que siempre me hago, en estas fechas, es si Ceferino estuvo realmente convencido de los pasos que lo llevaron a Roma, donde murió consumido por la tuberculosis –enfermedad winka que causaba estragos entre la población ancestral- o si en cambio hubo una serie de circunstancias no deseadas –maltrato y rechazo en la escuela de oficios de la Armada que fue su primer destino en Buenos Aires, por caso- que desencadenaron su aceptación de la normativa salesiana, convirtiéndolo en pupilo “artesano” (denominación caritativa que les daba a los alumnos pobres, que debían realizar tareas de limpieza y cocina a cambio de la manutención en los colegios de la congregación).
En pocas palabras me pregunto: ¿Ceferino es un héroe o una víctima?
Para confrontar este complejo interrogante con la edulcorada historia oficial del santito patagónico, nada mejor que dejarse llevar por el análisis del escritor Guillermo David, en su ensayo histórico titulado “El indio deseado, del dios pampa al santito gay”, publicado hace varios años por el sello Las Cuarenta y actualmente agotado, aunque el autor está trabajando en una edición ampliada de próxima aparición.
David, investigador de la historia argentina, escritor comprometido con la reivindicación de las culturas indígenas, actual director de Coordinación Cultural de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, advierte en la introducción a su convincente trabajo que “este estudio de casos singulares de soberanía étnica y sumisión sagrada surgió como réplica a la imagen de indio deseado construido por el sentimiento común”.
El texto arranca con la historia de los ancestros de Ceferino. Para ello toma los antecedentes de la dinastía de los “Cura” (piedra, en mapudungum) en el capítulo que titula “Calfucurá, el dios pampa”. Esta primera parte describe aspectos poco conocidos de la recia personalidad de este personaje singular, a quien califica como “el mayor soberano de la historia argentina decimonónica (la del siglo 19), que la rigió imponiéndole sus condiciones durante casi medio siglo” y señala, con trazos acertados, sus rasgos de estratega, en astutas negociaciones con el poder político y de guerrero sanguinario cuando eso fue necesario, en ataques contra otros grupos étnicos y poblaciones blancas. Lo pinta, en suma, como un gran cacique-dios, sobre quien se construyó un fuerte mito de sabiduría y poder sobrenatural.
La segunda parte –“Manuel Namuncurá, piedra rajada”- recopila la retahíla de claudicaciones del padre del protagonista principal de la obra y lo descalifica con buenos argumentos. David dice que “los poderes y menoscabos inscriptos en el nombre propio aquejaron a Manuel Namuncurá, cuyo apellido significa ‘talón –o garrón- de piedra’. Contrariando ese mandato de invulnerabilidad propuesto, Namuncurá será el talón de Aquiles, la falla interna de la soberanía indígena, el tótem desjarretado y cojo que tras una infructuosa resistencia consumará la rendición”.
La lamentable imagen fotográfica de Manuel Namuncurá travestido con los ropajes militares de su vencedor es sólido comprobante visual de las ideas planteadas en ese tramo del texto.
Llega enseguida el tercer y fundamental capítulo, cuyo título iconoclasta lo dice todo – “Ceferino, el santito gay”- y propone de arranque que “es la de Ceferino una historia no menos patética de transfiguraciones y abusos por parte del poder”.
El autor pone atención y detalle en esos agravios. Primero la cuestión del nombre original perdido, pues Morales es el apelativo que le puso su padre, en homenaje a un tío; pero los curas al asentar su bautismo, tiempo después, le adjudican lo de ‘Zaffirino” (pequeño zafiro, pequeña piedra preciosa) para darle continuidad a la estirpe de las piedras y en un anticipo de sus condiciones divinas. Después la pérdida de su madre biológica, porque la cautiva Rosario Burgos, una de las mujeres del polígamo don Manuel, fue dejada de lado por el propio cacique cuando, ya sometido y bautizado, fue obligado a elegir una de sus concubinas para una unión formal. Como la elegida fue otra mujer, Ignacia Rañil, Ceferino se convirtió en su “hijo legal”; mientras Rosario fue segregada de la tribu y terminó casándose con un miembro de la familia Coliqueo, en Azul.
Todo lo demás no hace más que abonar al sometimiento. El ingreso al colegio salesiano, el pupilaje y la aparición en la vida de Ceferino de su “protector”, el padre Juan Cagliero.
Con abundantes referencias de incuestionables historiadores religiosos David relata la progresiva adaptación del indiecito a las normas de convivencia del ámbito sacramental y, lo que constituye el tramo más audaz del texto, la descripción del supuesto afeminamiento de Ceferino en su conducta pasiva ante la presión del propio Cagliero y los arrebatos de otros sacerdotes que confiesan, sin pudor, estar embelesados por los modales y conducta del mapuche, a quienes él les rinde en la correspondencia excelsas declaraciones de amor profundo. La foto clásica, donde el indiecito aparece con su mano izquierda tomada por el obeso Cagliero es objeto de análisis detenido.
En ese marco, el autor intercala citas del padre Raúl Entraigas, uno de los principales biógrafos del beato, sobre “la gallarda victoria de Ceferino contra el grito de los naturales instintos del sexo” y asegura (David) que “la percepción que de él se forjaron sus apropiadores pasó de la femineidad genérica a la radical extirpación de la sexualidad”.
Pero avanza aún más, siempre con convicción y a sabiendas de las reacciones adversas que sus planteos pueden suscitar; porque unas páginas más adelante salva al mapuchito de toda reprobación, pues explica que “la pederastia nunca fue considerada entre los indígenas americanos como signo de perversión sexual”. Por lo mismo, sostiene que “los machis pederastas eran muy bien considerados” y habrá de concluir que el afeminamiento infantil, que pudiese haberse observado en Ceferino, constituía una valiosa predisposición para su posible rol futuro como machi, o jefe espiritual de su tribu.
El tramo siguiente desmenuza y analiza varios de los libros de apología de Ceferino escritos por sacerdotes salesianos y finalmente desgrana una serie consistente de conclusiones.
Asegura que la beatificación dispuesta por la Santa Sede fue una operación con el objeto de intentar construir nuevos lazos de la Iglesia con las comunidades étnicas y menciona, al pasar, los reparos de sectores ortodoxos conservadores por la “ceremonia pagana” que se realizó en Chimpay, en noviembre de 2007, con la participación de jefes mapuches.
Puedo acotar ahora, que en aquel acto de gran relieve estuvo presente el actual Papa Francisco, cuando era el cardenal Jorge Bergoglio, quien recientemente visitó la comunidad indígena de Maskwacis, en Alberta, Canadá, y pronunció un discurso de disculpas por los abusos de todo tipo cometidos contra niños indios internados en colegios católicos de ese país. ¿Tendrá un gesto similar con los pueblos indios argentinos?
En suma: está muy claro que Guillermo David no se propuso cambiar el parecer de quienes encuentran en el beato –ya cercano a la santidad- un modelo integral de lo religioso.
Tampoco es su propósito, ni el mío por cierto, desmerecer el valioso afecto popular hacia la figura de Ceferino Namuncurá.
Cumpliendo misiones periodísticas he concurrido en varias oportunidades a las multitudinarias celebraciones que, en esta época del año, se organizan en Chimpay, esa localidad de tierra generosa en el Valle Medio de Río Negro donde según el acuerdo de varios historiadores estuvo instalado con su gente el cacique Manuel Namuncurá , ya derrotado, en aquel año 1886. En este punto vale observar, como lo señalan varios historiadores, que poco después del nacimiento de su hijo Morales (Ceferino) el viejo longko sería desalojado de ese sitio junto al río por orden del Gobierno Nacional, siendo obligado a trasladarse a un áspero y seco paraje llamado San Ignacio, en el actual territorio de Neuquén. En ese mismo lugar, donde se asentó parte de la familia Namuncurá, descansan desde el 2009 los restos del santito mapuche, después de haber estado 85 años retenidos por los salesianos en la localidad bonaerense de Pedro Luro.
Allí en Chimpay, que en mapudungun quiere decir “curva” o “arco” y hace referencia a la curvatura del curso del Kurrú Leufú , es perfectamente visible el gesto de amor y agradecimiento de miles de peregrinos, que reconocen en Ceferino la realización de milagros domésticos y familiares, como la curación de un enfermo, un feliz nacimiento después de un embarazo complicado, la obtención de un empleo o la adjudicación de una vivienda. ¡Motivos más que suficientes para generar devoción sin límites!
En otro orden, me parece justificado traer a la memoria al querido padre obispo Miguel Hesayne, quien allá por 1986, en oportunidad del centenario del natalicio de Ceferino apeló a la claridad conceptual que lo caracterizaba en una carta pastoral que tuvo amplia repercusión.
En ese texto el entonces titular de la Diócesis de Viedma rescató la voz de Ceferino Namuncurá, advirtiendo sobre las enormes injusticias y las miserias que a fines del siglo 19 afectaban a los indios en sus últimas tolderías, similares a las condiciones de pobreza que aún siguen padeciendo sus descendientes en los barrios de las afueras de Viedma, Bariloche, Roca, Patagones y otras ciudades.
“Las lágrimas de Ceferino son un lenguaje que debe llegarnos a lo más profundo a nosotros los habitantes de la Patagonia, a quienes vivimos en su misma tierra”, dijo el obispo Hesayne y agregó “Juan Coñuel, secretario del cacique (Namuncurá) confiaba al padre Esteban Pagliere que su primo Ceferino lloraba ante su padre el ver la misérrima condición de los indios, mal alimentados, ridículamente cubiertos con ropas prestadas o mal habidas”.
“¡Papá, cómo nos encontramos después de haber sido los dueños de la esta tierra! Ahora nos encontramos sin amparo… ¿Por qué no me llevas a Buenos Aires a estudiar? Entre tantos hombres que hay allá habrá alguno de buen corazón que quiera darme protección y yo podré estudiar y ser un día útil a mi raza (sic)” recordó el prelado sobre los testimonios de vida de Ceferino.
Finalmente, para cerrar esta crónica, traigo del archivo algunos párrafos del libro “¿Dónde está tu hermano?”, escrito hace cincuenta años por el sacerdote Francisco Calendino, un salesiano de larga trayectoria en Junín de los Andes, muy relacionado con las cooperativas mapuches. En esa obra hay una carta donde le habla a Ceferino Namuncurá, y dice lo siguiente:
“De su historia escrita hay algo que siempre me ha golpeado: que cuando usted hablaba o escribía de su ideal misionero, repetía lleno de angustia y de nostalgia: quiero estudiar y ser sacerdote misionero, porque me duelen los infortunios y los sufrimientos de mi raza (sic). ¡Muy bien pensado y muy bien dicho!, pero aquí no pasa nada, mi peñí. ¿Le parece que desde usted se fue al cielo se hayan terminado o al menos hayan mejorado en mucho los infortunios y sufrimientos de su raza (sic)?”
“Perdone mi atrevimiento, mi peñí; pero me gustaría que lo vieran a usted más gaucho para con su pobre pueblo, machazo y luchador como su padre don Manuel, tigre de las pampas; machazo como su abuelo Calfucurá, que ya reviejo y achacoso capitaneaba sus malones de seis mil lanceros; como esas legiones de heroicos mapuches que lucharon con su huaiqui de coligüe y se desangraron de pie y sin historia por su pueblo”.
“Quisiera verlo más puma, mi peñí. Hay quienes lo llevan a usted en la solapa, y se llevan por delante a sus hermanos de raza (sic); hay quienes visitan sus monumentos y le roban la tierra a su gente ; hay quienes le encienden cirios, y explotan y desprecian a los suyos”.
“Escúcheme mi hijito y perdóneme el mal consejo: cuando alguno de esos se inclina gazmoño a besar la sagrada urna de sus huesos (*) ¡retóbese mi hijito!… y grítele en la cara: Judas! No puede besarme a mí y despreciar a mis hermanos! No se olvide que aunque santo usted es un indio, mi peñí, con todo el orgullo de su noble sangre araucana, pero indio al fin… Sí, ¡indio! ¿y qué?. Y si acaso no lo quisieran así de guapo en el cielo, vuélvase acá abajo, mi peñí, que aquí tiene tanto que hacer” termina su carta el padre Calendino, fallecido en el 2003.
Así entonces, apelando a textos de un laico y dos religiosos , sumados a algunas modestas reflexiones propias, he procurado una visión analítica de la figura y trascendencia de Ceferino Namuncurá, el santo mapuche. Espero que conocerlo mejor permita, de alguna forma, entenderlo más, pero me sigo preguntando si es un héroe o una víctima.
Notas:
La sigla “sic” advierte sobre la textualidad de la cita, este autor no coincide con el uso de la palabra “raza” para referirse al pueblo mapuche ni otra nación indígena. La raza humana es una sola, y nos comprende a todos los habitantes del planeta Tierra.
(*) El padre Calendino hace referencia a la urna que conservaba los restos de Ceferino en Fortin Mercedes, Pedro Luro, provincia de Buenos Aires, que tenía una pequeña ventanilla por donde podía verse el cráneo del indiecito santo, donde mucha gente depositaba sus labios. (APP)
Texto: Carlos Espinosa, periodista y escritor de Patagones y Viedma, para APP Noticias, de la capital rionegrina