En la región: Taxista llevó a vivir a su casa a un hombre en situación de calle

 

Hace dos semanas, Marcelo Vera le llevaba el desayuno a Juan Manuel Padilla, que dormía en una parada de taxis de la capital de Neuquén. Los roles cambiaron: ahora Juan le sirve el desayuno a Marcelo. La trastienda de un gesto reparador que interpela el pasado de un hombre de 58 años que nació en una cueva y de un joven de 30 años que escapó de su ciudad

Marcelo conoció a Juan en la parada de taxis número 1 de la ciudad de Neuquén. Marcelo llegaba bien temprano por la mañana a la esquina de las avenidas Mitre y Coronel Olascoaga y veía a Juan acurrucado, encogido, robándole calor a su propio cuerpo, abrazado a sus pocas pertenencias, con una bolsa de almohada y un banco de cemento de colchón. Marcelo es taxista y Juan abre las puertas de los taxis. Marcelo lo despertaba con un termo de café, té o mate cocido, un poco de pan, algunas facturas o un paquete de galletitas. “Gracias papá”, le respondía Juan. El “papá” era un coloquialismo, no un pronunciamiento relativo a vínculos familiares.

Eran dos desconocidos unidos por el taxi y por el amanecer. Marcelo dejó de ver a Juan como el joven que abre las puertas de los autos, que no puede mover su brazo izquierdo, que camina raro, que duerme en la calle, que es parte del paisaje urbano, que es ignorado por todos. En esa minusvalía social, en esa vulnerabilidad se vio a sí mismo. La vida de Juan fue un espejo. Marcelo se descubrió en esa indefensión que Juan le enseñaba sin sobreactuaciones, intermediarios ni filtros. Servirle el desayuno bajo una casilla de colectivos era una forma de sanar su historia, de cicatrizar sus heridas del pasado.

La idea la engendró una mañana cualquiera de marzo. Ninguno de los dos recuerda con exactitud la fecha. Fue en la parada número 1 de taxis del centro neurálgico de la ciudad: el sol recién empezaba a asomarse. Marcelo llegó en su taxi y vio a Juan con las manos apoyadas contra una pared, las piernas abiertas y la cabeza gacha. La policía lo estaba requisando. No lo toleró. No dudó en intervenir.

‘Ponete dos minutos en los zapatos de él, ¿qué hace? ¿te molesta que duerma? No es un delincuente’, le dije. El poli me respondió que no me metiera. ‘¿Cómo no me voy a meter? Llevame a mí si querés’, le tiré”, cuenta hoy Marcelo, un mes después de esa interacción.

“La policía me estaba maltratando -recuerda Juan la trama de esa anécdota-. Para mí es costumbre que abusen de su autoridad porque pasa todos los días. Y no lo hacen solamente conmigo. Son maltratos verbales y físicos. Por qué me requisan es una pregunta que habría que hacérsela a ellos. El tema es que no les podés decir nada porque te llevan. Cuando apareció Marcelo a defenderme no lo podía creer. Más de una persona que casi no conocía. ‘Espere un poco maestro, que lo van a llevar por mi culpa’, le dije”.

La discordia dispersó a los policías. Entre las pertenencias de Juan no habían encontrado nada. La tensión sensibilizó a Marcelo. “Si esto sigue así, te voy a llevar a mi casa”, le avisó, sin procesarlo. La vida de Juan tenía costras, era indemne a la esperanza: “No le creía, sinceramente. Mucha gente me había dicho lo mismo y nadie lo había hecho. Me decían ‘ahora te vengo a buscar’ y me quedaba esperando algo que nunca llegaba. Para mí cuando me lo dijo Marcelo era un chamuyo más”.

Los días siguieron. Marzo participó del verano meteorológico más cálido registrado a nivel país, salvo por un renglón del almanaque. Una ventana del mes registró temperaturas bajas. Una mañana, Marcelo llegó en el taxi, recuperó cartones y un nylon de la basura y lo cobijó a Juan. “Gracias papá, dormí re calentito anoche”, le dijo cuando lo vio. Otra mañana, Juan se había hecho pis encima para contrarrestar el frío de la intemperie del amanecer neuquino. “Me pateó el alma verlo así”, dice Marcelo. Otra mañana, se despertó decidido. La idea se edificó. Hizo caso omiso a sugerencias. Lo encontró en el mismo lugar de siempre y le dijo “vamos”. Desde entonces, hace más de diez días, Marcelo y Juan viven juntos en una casa de la calle Soldado Desconocido, al sur de la ciudad de Neuquén.

Marcelo

Marcelo lleva el apellido materno y se llama, en verdad, Marcelino Vera. Prefiere que le digan Marcelo porque su vida como Marcelino se agotó en Las Lajas, una localidad de cuatro mil habitantes más cerca de la frontera con Chile que de la capital provincial. Nació el 28 de octubre de 1964. Su mamá Rosa, embarazada, se descompensó mientras cabalgaba por el paraje Pino Solo, entre picos de la cordillera, en el límite con el país trasandino. “Ahí me tuvo, en el medio del campo”, asigna. Vivía en una cueva, debajo de una barda de dos mil metros de altura, en una zona conocida por los lugareños como Chenque Colorado. Pertenecía a una familia de quince hermanos y dos mamás. Sus hermanos, en rigor biológico, eran cuatro. En la dinámica familiar no había divisiones entre los hijos de su mamá y los hijos de su abuela. Y aunque lo conoció y lo veía con frecuencia, vivió sin padre.

Él sobraba en la organización del hogar. Un chacarero de cuña militar oriundo de Cinco Saltos, una ciudad recostada en la línea divisoria de Río Negro y Neuquén, pagó una bolsa de papas y un cajón de manzana por él. A su hermana Teresa la compró un gendarme de la misma localidad. A su hermana Estela, se la llevó un abogado de Neuquén capital. Marcelino tenía solo seis años. “Me fui de mi casa porque éramos mucho. Me regalaron y estuve viviendo un tiempo ahí. Me mandaban a hacer las compras: todos los días iba a comprar el vino, la soda, el pan. Me quedaba con los vueltos, esas monedas blancas grandes de 25 centavos. Hice un pozo al lado de un frutal y ahí las guardaba”.

Marcelino había cambiado de papás. Lo suyo era una adopción ilegítima, sin papeles ni formulismos. Eran los principios de la década del setenta en un paraje sur, al costado de la civilización. Había ido a vivir con una pareja que no podía tener hijos biológicos y que habían prometido darle educación y una vida ordenada. “Recuerdo que ya se acercaban los días para empezar el colegio. Ellos me decían ‘mirá Marcelito, te vamos a anotar en la escuela’. Tenían frutales. Yo cargaba frutas en un camión y se lo llevaban a mi mamá para que hiciera compota, cosas dulces. Me acuerdo como si fuera hoy”. Su nueva vida no duró ni siquiera un año. Su nueva mamá descubrió las monedas escondidas entre las raíces de un frutal. Lo que para Marcelino era una picardía, un acto inocente de un niño travieso, para la esposa del militar fue una justificación.

La señora a la que yo le decía ‘mamá’ me agarró y me recagó a palos, pero mal. Me pegó tanto que cuando me dejó de pegar me escapé, salí corriendo y me fui. Empecé a correr por la calle. No conocía nada. Me encontró la policía y me llevó con la gendarmería”, relata. Le preguntaron dónde vivía. Respondió dónde quería dejar de vivir. Dijo que vivía en un campo pero que no quería volver ahí porque le habían pegado. Lo llevaron en una camioneta a Las Lajas: volvió a la casa de su primera mamá. Décadas después regresó a Cinco Saltos con ganas de cerrar ese círculo. No encontró a la señora que le decía “mamá”. Tampoco recuerda cómo se llama. “Le pregunté a mi mamá y ella tampoco lo sabe. No se acuerda ni a quién me regaló”, dice sin rencores.

Piensa que cambiarlo por papas y manzanas fue tan solo una equivocación de su mamá Rosa. No la juzga. Relata fascinado los cuentos fantásticos que les narraba: historias que mezclaban los vientos, los caballos, la lluvia, los campos. En Las Lajas fue al colegio. Repitió tres veces tercer grado. Teresa también había regresado. La única que tuvo “suerte” fue su hermana Estela: “Fue la única que estudió. No pasó lo que nosotros pasamos. Que tampoco fue malo -advierte-, no me pasó nada malo en la calle. La calle me enseñó, la calle fue mi escuela”.

Su primo Alberto lo tentó, a sus trece años, para que lo acompañara a vivir a la capital. Era 1978: recuerda que la invitación surgió luego de que Argentina saliera campeón del mundo por primera vez en su historia. “Marcelito, ¿no querés venirte con nosotros a Neuquén? Te damos estudios, te damos trabajo. La abuela los tiene a todos acá y son muchos”, le sugirió. No le costó convencerlo. “Preparé mis cosas y me fui. No eran muchas: tenía un pantalón de repuesto que no sé cuántas costuras le había hecho. Era lo único que puse en mi bolso”. Se fue a Neuquén con trece años para nunca más irse de ahí. Terminó sexto y séptimo grado en una escuela nocturna. Limpiaba el patio de la casa, ayudaba en las tareas hogareñas, dormía en la cocina.

Su primer trabajo formal fue a esa edad: labores de limpieza en la redacción de un diario local. Le pagaban cincuenta pesos por mes. Duró un trimestre porque no le pagaron nunca. Su segundo trabajo fue de playero en una estación de servicio. Recuerda de esos días la impunidad y prepotencia del frío, y que al ser menor tenía que presentar una nota en el banco para poder sacar la plata de su caja de ahorro. Su derrotero laboral continuó en una zapatería de la calle Sarmiento: un semestre. Llegó a la confitería El Ruedo, frente a la terminal de micros: hacía el café, cargaba las heladeras, limpiaba los baños. Trabajó en una panadería antes de ser mozo en el restaurante La Biela de la calle San Luis. Volvió a la zona de la terminal para ser contratado por una confitería.

Su pasar económico era bueno. Cambiaba dólares y pesos chilenos, compraba y vendía televisores, ropa, bicicletas. Ya se había mudado de la casa de su primo, ya había vivido en la casa de una prima, de una tía, de una abuela que le alquilaba una habitación, en el hotel Cristal. Ya se había comprado su primer auto, un Renault 4L que reparó casi de cero. Ya había conocido a Viviana. Ya se había comprado su primer terreno a cambio de diez mil pesos y un Peugeot cuando en 1987 nació Nicolás, su primer hijo. Creció en el rubro gastronómico cuando abrió su propio comercio: confitería El Valle, frente a la vieja terminal, un local alquilado con capacidad para 300 comensales y un cuerpo laboral de 26 empleados. En el 2000, ya juntado con Alejandra, nació su segunda hija: María Paz. Cerró su negocio cuando la competencia fue feroz y los precios de Casa Tía hicieron todo insostenible. Cambió la confitería por una feria de veinte locales. Ofrecía viajes de compras a Buenos Aires: en una camioneta trasladaba los comerciantes a Flores, a Once y a La Salada.

Sus hijos, ya mayores, se emanciparon. Se quedó solo, con un taxi y en su primera casa de la calle Soldado Desconocido. Tiene pasaporte comunitario y un plan de emigrar. Quiere vivir en Andorra, empezar de cero otra vez, probarse en otro lugar para ver hasta dónde es capaz de resignificar su vida. Ya lo hizo varias veces. “Me quiero dar el último gusto de mi vida”, dice. Vive en su hogar de siempre, con el perro Rocky y un tal Juancito.

Juan

Juan Manuel Padilla nació el 15 de enero de 1993 en Colonia 25 de Mayo, una localidad anclada en el extremo sudoeste de la provincia de La Pampa. Hermano de cinco hermanos, hijo de una ama de casa que tenía prohibido trabajar y de un papá que por la mañana iba a la municipalidad y por la tarde dormía la siesta. “No terminé el colegio ni tuve una infancia feliz. Me volqué a la droga, al cigarrillo, al alcohol, desde muy chico, desde los once o doce años”, relata. Un primo lo inició en el consumo. La junta en la plaza formalizó su desorden. Dejó la escuela antes de recibirse en la primaria. Limpiaba terrenos, hacía tareas de albañilería. Tenía trece años y ya empezaba a manejar su propio dinero.

Sus ingresos le servían para congraciarse o presumir ante sus hermanos. Pero fundamentalmente cubrían sus demandas: “Todo lo que ganaba lo volcaba al consumo”. Conoció a Marilyn. Se juntó al mes. Trabajó en el taller mecánico de su suegro. Arreglaba motos. Las manejaba. Tuvieron un hijo. Eran dos adolescentes. Él tenía 17 años. Debía hacer un trayecto corto en moto. Una camioneta no lo vio y dobló: lo pasó por encima. Estuvo un año y ocho meses inconsciente. Cuando se despertó en la clínica Basilea de Buenos Aires, tuvieron que recordarle que en la moto también viajaba su hijo de un año y medio. Le contaron que lo que le pasó fue inesperado, que solo una de cada mil personas se salva, que él sobrevivió y que su hijo no.

“Recuerdo que venía en moto, vi la camioneta y no recuerdo más nada. Cerré los ojos ahí y los abrí en la clínica. Iba a quedar en estado vegetativo, cuadripléjico. Fue milagroso que haya sobrevivido. Tengo prótesis en la rodilla, cadera, columna, cabeza. Del lado izquierdo del cuerpo tengo el 89% de los músculos paralizados”, relata. En la cabeza tiene una placa de titanio producto del traumatismo de cráneo que le provocó el siniestro vial. Intenta recordar sus vivencias, las tragedias de su pasado, hace fuerza por rememorarlas pero algo le duele, se siente mareado, de a ratos las palabras las pronuncia lentas. “Mi pasado no es lindo”, se resigna.

El consumo de drogas le produjo un accidente cardiovascular, cuatro años después de su sobrevivencia. La parte izquierda de su cuerpo recibe órdenes que no puede cumplir. Tenía 22 años cuando decidió internarse en un centro de rehabilitación. Se curó. Reinició su vida. Volver a casa no era una opción. Necesitaba escapar de Colonia 25 de Mayo, de su hogar, de sus amistades. “Me fui porque era un estorbo, porque soy un discapacitado. Me fui para no molestar. Era un peso para mi familia. No me estaba haciendo bien. Lo mejor que pude hacer fue irme. Me fui de todo, de mi familia y de la plaza. Y no pienso volver nunca más”, asevera.

Dice que anduvo recorriendo casi todo el país. Vivió siete años intentando establecerse. Ya había estado en Neuquén hace tres años: huyó porque una noche en el Parque Central le robaron los documentos, su carnet de discapacitado y el bolso donde guardaba su ropa. Regresó a fines de febrero a dedo, después de pasar cuatro meses en Catriel, Río Negro. No se instaló porque no podía alquilar: volvía a dormir a la calle. De nuevo en la capital neuquina, ancló su mundo alrededor de la parada número uno de las avenidas Mitre y Coronel Olascoaga. Ya no limpia parabrisas en el semáforo. Ahora abre las puertas de los taxis y vende medias, bolsas de residuos y kits de limpieza. “Hacía las noches ahí. Cuando me corría la policía, me iba a dormir a la terminal”, recuerda.

Tiene 30 años y se considera “una persona común con muchas dificultades”. Las escaleras le parecen montañas, atarse los cordones o ponerse las medias le significa una quimera. Quedó atrapado en una incapacidad que lo retrata. Era un hombre en situación de calle hasta que despertó la compasión de Marcelo. Hace casi dos semanas que conviven. “Es un pibe muy dulce. Ni mis hijos hicieron todo lo que él hace por mí. Se levanta a la mañana, me prepara el mate. Pone música, baila”, dice Marcelo. “Es una excelente persona, muy buena, que se hace amar y respetar mucho. Ayuda más al otro de lo que se ayuda a él mismo”, dice Juan.

Juan no duerme en un colchón porque no soporta la tensión de los resortes. Elige el futón sólido para descansar. “Ya con tener una frazada para taparse, dormir en un sillón y tener una tele enfrente, me siento en la gloria”, rescata. Se despierta a las seis y media de la mañana, pone la pava, se prepara unos mates antes de despertar a Marcelo. Los dos salen a trabajar. Los dos vuelven al mediodía. Almuerzan juntos y a veces coinciden en las horas de la siesta. Por la tarde vuelven a sus labores. “Con la plata que gano me compro más mercadería o cosas para higienizarme. El otro día compramos un shampoo y una crema de enjuague con mi plata, y cuando llegamos a casa nos dimos cuenta de que eran dos cremas de enjuague. También compramos desodorante en aerosol, talco y dos gaseosas. Pagué cuatro mil y algo. Ahí se me fue todo”, retrata.

Juan le dice “te amo viejo de mierda” y Marcelo se ríe. No se preguntó nunca por qué lo sacó de la calle y lo llevó a su casa. Dice que le dio pena verlo “tirado”, que le dolía la indiferencia de los demás y que no se olvida de dónde viene. “Yo también estuve muerto en vida como él”, compara. Juan fue el reflejo de su propia historia y de las ausencias que padeció. Desconoce hasta cuándo va a durar la convivencia. No se asigna un plazo tampoco. Pronto quiere irse a vivir a Andorra. Tal vez solo. Tal vez con Juancito. Por lo pronto, lo acompañó a gestionar su documento de identidad, su certificado de discapacidad y su pasaporte. La dirección de referencia es la casa de la calle Soldado Desconocido.

Texto: Milton Del Moral

 

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