Alguna vez, después de fallecida mi madre, me atreví a abrir una caja que contenía cartas amarillentas atadas con una cinta, varias tarjetas románticas de aquellos tiempos y efectos personales. Me pareció una profanación de mi parte leer esas esquelas que intercambiaba con quién después fue mi padre.
Varias otras, escritas con la tinta azul de esas lapiceras estilográficas de fina factura que ya no se ven, generalmente de sus amigas y de su hermana y sus hermanos y un verdadero tesoro: Hermosas tarjetas postales muy en boga en ese tiempo de idilios casi ingenuos, pero que culminaron en enlaces felices.
Todo un mundo de afectos y de simples historias pueblerinas que me hicieron recordar invariablemente a algunos emotivos pasajes creados por el gran escritor Manuel Puig en su libro “Boquitas pintadas”.
No sé dónde se comprarían, pero supongo que en comercios como librerías y afines. Coloridas, ingenuas, estilo naif, pero hermosas al tacto, a la vista, e inclusive al olfato, porque generalmente venían envueltas en un aroma a violetas, como mensajeras del amor que el dios Cupido enviaba desde lejanos o cercanos lugares y cuando esperar la visita del cartero era de una ansiedad crecida y expectante.
Eran otros tiempos aquellos del pedido de mano a la damisela, de noviazgos largos, de veladas en el zaguán, de bailes con orquestas típicas, de caminar de tardecita tomados de la mano, de la “vuelta del perro”, de gustar algún chocolate con churros en alguna confitería, de los interrogatorios y las condiciones puestas por el suegro del candidato y otras yerbas parecidas.
Cuando las chicas leían el “Para Ti”, o las más audaces con el “Nocturno”, soñando con los galanes de moda, de los cursos de “corte y confección”, de la preparación del vestido blanco de novia y al decir de Puig de las “Boquitas pintadas”.
De sacar permiso a la familia para ir a ver alguna película al biógrafo donde tomarse de las manos era toda una audacia.
De los ramos de flores para obsequiar a las novias, de las masas compradas para la hora de tomar el té, de aspirar a un trabajo bien remunerado para ser un “buen partido”. Y de prometerse debajo de alguna glorieta “amor eterno”.
Pero el tiempo con sus mudanzas cambia todo y hoy vemos esas cosas bajo una pátina de mucha nostalgia y de ternura.
Yo miro esas viejas postales y me imagino otros tiempos que no se si mejores o peores, sino distintos. Ya no estila enviar esas misivas, ahora las redes sociales lo dicen todo descarnadamente y a la carta. Ya no se compran ramos de flores, ni se pide la mano. Ahora aquellos gestos románticos son cursis y pasados de moda.
Yo me pregunto ¿cómo será el mundo de los nietos y bisnietos de aquellas parejas? ¿Volverán a enviar esas tarjetas?
Mejor las guardo porque me pongo triste y sensiblero. Allí quedarán para siempre como esos amores de antaño.
Texto: Jorge Castañeda
Escritor – Valcheta