Juan Bautista Bairoletto es uno de los mitos más arraigados y recordados en las zonas rurales de nuestra Patagonia.
Muchos escritores e historiadores han recogido sus andanzas por estos pagos. Don Elías Chucair, Galo Martínez, Hugo Chumbita, Nelson Rubiano y tantos otros supieron recoger de boca de sus informantes anécdotas que lo pintan de cuerpo entero.
Se dice que “contaba con la admiración de los marginados. Donde llegara había para el gringo, un plato de comida, tabaco y un cuero pa tirarse”.
“Este bandolero de reconocido prestigio –dice Sergio Flecha Pérez- forma parte de la historia delictiva de la Argentina, llegando a convertirse para muchos, en un modelo”.
Su vida es por demás conocida debido a los muchos libros que se han dedicado a su persona, por eso el motivo de esta nota es pintarlo en sus recorridas por la Meseta de Somuncurá y cercano a las salinas del gran Bajo del Gualicho.
Aún están las paredes de la cueva de Curín, en plena meseta, donde supo vivir este cuidador de yeguarizos de la familia Rial de Carmen de Patagones. Hoy día su precaria vivienda de piedra es muy visitada por asombrados turistas.
Lo cierto es que este legendario bandido rural glosados por León Gieco, se aposentó unos días en la famosa y pintoresca cueva con sus dos caballos y armamento.
Tanto marcó a Curín esa visita que la dejó escrita en su libreta de tapas negras donde anota el movimiento de los animales a su cuidado y los víveres que necesitaba. Todo eso certifica que este verdadero “Robín Hood” conocía estos inhóspitos lugares como la palma de su mano.
Es conjetural pero desde allí viajó hasta asentarse en el Bajo del Gualicho donde armó su real en las inmediaciones de las salinas.
Según relata en su libro Sergio Pérez, Bairoletto “a caballo, escapando, llegó un día hasta las inmediaciones del Gualicho, portando dos revólveres al cinto, un cuchillo verijero de cabo corto y un Winchester 44 en la cincha de la montura”.
“En el cerro Chenque construyó con ramas un refugio donde aguantó varios meses”.
“Los peones aledaños a la salina proveían a Bairoletto de agua y comida; sabiendo aún que lo buscaba la policía”.
“Dicen que a veces desaparecía. Ni rastros el bandido y su caballo. Volvía a la ramada que oficiaba de refugio y allí se quedaba unos días. Seguramente por temor a que lo traicionen y lo delaten”.
“Esto me lo contó –dice el Flecha- una vecina sanantoniense que se crió en inmediaciones del cerro Chenque, donde una de las aventuras juveniles era caminar hasta lo que quedaba del refugio de Bairoletto”.
“Estaba bien arriba de la loma, se ve que desde ahí divisaba todos los movimientos del terreno”, decía.
“La ramada había desaparecido, seguramente el viento se encargó de llevarse las “paredes” a otras lejanías. Solo quedaba una hondonada del tamaño de una persona grande cavada con las manos y alguna rama, ahí dormía el bandido”.
“Esta práctica con forma de camastro es habitual en los peones rurales cuando duermen a cielo abierto. Se talla una cama con la pala o el cuchillo y luego se la rodea de ceniza para eviar la vista de arañas y alacranes”.
“En su paso por el Gualicho, Bairoletto dejó amigos agradecidos en la paisanada. Se lo recuerda huraño, de pocas palabras y de risa fácil después del vino”.
“Un día desapareció del Gualicho. De lo que había sido su casa, solo quedó solo quedó una damajuana rota envuelta en una arpillera, algunas latas vacías y montoncito de yerba usada”.
Texto: Jorge Castañeda
Escritor – Valcheta (Río Negro)
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