La dama demorada. “Detuvieron a una mujer muy joven que discutía a los gritos”

 

Corría algún año entre 1940 y 1950 en Puerto San Antonio Oeste. Bernardo Benjamín Martínez, policía, prestaba servicio en la comisaría de local, era el policía de un pueblo de unos seis mil habitantes a orillas de una ría que, por entonces, había dejado de ser el puerto bullicioso desde donde partían hacia Europa los cueros, las lanas y las plumas de la Patagonia.

Se había convertido en un pueblo ferroviario y de pescadores aventurados a la pesca del cazón cuyo aceite era muy requerido en muchos lugares del mundo agitados por la Segunda Guerra Mundial.

En la estación, los maquinistas, soltaban al aire el rezongo ronco del motor de la locomotora preparándola para comenzar las maniobras.

El pueblo dormía, silencio. El silencio que la gente había hecho propio, acompañado del golpeteo suave de las olas contra el casco de las lanchas pesqueras en los muelles y el eterno rezongo de la locomotora, formaban parte del silencio de la noche más que parte del paisaje, completaban su sentido de pertenencia, ya lo habían incorporado en su ADN, finalmente ellos también eran sal y acero.

El verano estaba cerca y la noche serena. Los mosquitos volaban en círculo frente al único farol que colgaba en medio de cada cuadra.

Bernardo le dio agua a su caballo en el patio de la comisaría antes de montarlo para salir de ronda.  Sin ningún apuro recorría el pueblo escuchando los cascos del caballo golpear sobre el canto rodado de las calles de tierra, lenta y seca canción de cuna pasando por cada casa que, Bernardo sabía, todas tenían sin llave las puertas de entrada.

Llevaba colgado al cuello un silbato hecho con una bala de carabina que tenía más importancia que el arma reglamentaria. Según el largo y los cortes de los silbidos se comunicaba con los otros dos policías que también estaban de ronda, así, un solo silbido largo indicaría que todo estaba en calma, varios silbidos cortos era tumulto, etc.

De tanto en tanto escuchaba, a lo lejos, el silbato de otro policía cuyo sonido le indicaba que todo estaba en calma, entonces podía soñar, soñaba con la bicicleta, esa de origen inglés con frenos a varilla que había visto en el catálogo que recibió de Buenos Aires, soñaba y ahorraba. Algún día…….

Recordó que antes de volver a su casa al amanecer, debía pasar por la cuadra de la panadería de Don Guidi y comprar bizcochitos de grasa recién hechos para que sus hijos desayunaran antes de ir a la escuela. Sacó la libretita y el lápiz que siempre llevaba en su chaqueta para anotarlo y, en ese momento, escuchó el silbato de otro compañero que le indicaba que había algún disturbio.

El sonido venía del lado del club Independiente.

Eran las dos de la mañana de ese sábado, el baile había terminado y en la puerta del club detuvieron a una mujer muy joven que discutía a los gritos y quería pelear.

Con los caballos de tiro, la escoltaron caminando hasta la comisaría donde quedó demorada. No registraron ningún preso aquella noche a pesar de ser sábado, acomodaron a la mujer en una celda lo mejor que pudieron, pero no la encerraron, solo estaba demorada hasta averiguar de quien se trataba y cuál era su lugar de origen. Su nombre, les dijo, era Rosalía.

Salvo los disturbios en la vía pública, la mujer no parecía peligrosa por lo tanto se le permitió andar con libertad por toda la comisaría, barrer el patio donde estaba la caballeriza y tomar mates en la cocina.

Dos o tres veces por semana, los policías más jóvenes practicaban boxeo en la comisaría, uno de esos días de práctica coincidió con la estadía de esta mujer detenida que, se acercó dónde estaban practicando y se puso a mirar con mucho entusiasmo.

Como siempre sucede en los grupos, hay uno que se destaca y aquí había un policía que se sabía muy bueno y también se creía que era superior al resto, alardeaba de sus condiciones y quería mostrarse frente a la dama.

Como la vio tan atenta le preguntó si le gustaba el boxeo, la joven le dijo que sí, que le gustaba mucho, entonces él la invitó a pelear y, como todo un caballero, le ayudó a ponerse los guantes, gentileza que la dama agradeció con una amplia sonrisa.

Grande fue la sorpresa, la dama no solo sabía boxear, sino que también era muy buena y fue tal la paliza que la dama le propinó que, el resto de los compañeros, tuvieron que parar la pelea para que su campeón no pase más vergüenza.

Una vez que lo asistieron, los policías quisieron saber cómo era que aquella mujer boxeaba tan bien y dónde había aprendido. Para sorpresa de los presentes les contó que se llamaba Rosalía Suarez, hermana de Justo Suarez, “El torito de Matadero”, una leyenda de boxeo de aquellos años, campeón argentino de peso liviano y ella había sido su sparring y su compañera inseparable.

Bernardo, que había presenciado todo, y la escuchaba sin salirse de su asombro porque era un fanático admirador de Justo Suarez, le preguntó cómo es que ella, desde Mataderos, había llegado hasta este pueblo de la Patagonia.

Rosalía pone el pie en una silla y simulando tocar la guitarra les canta:

“Yo ansí les tiendo mis manos

Va con ellas una florcita

De esta modesta criollita

Con un cariño muy sano”.

Y les cuenta que, de sus 22 hermanos, Justo y ella eran los famosos y muy queridos en Mataderos, mucho más Justo que había sido un ídolo nacional y ella era conocida como la “Criollita de Mataderos”, cantante. Hacia un mes que andaba de gira por el interior y esa noche había querido actuar en el Club Independiente, por eso la “trifulca”, dijo.

Pero ahí no termina la cosa, agregó, lo de la “trifulca” fue porque, una vez, entrenando a mi hermano, él me pegó y al caer me golpee con la punta de una mesa y se me hundió el cráneo, por eso de tanto en tanto se me desequilibra un poco y armo algún lío, como el de esa noche.

¡Había una celebridad en la comisaría! En esa comisaría donde lo más grave que podía pasar era detener a un borracho o a algún ladrón de gallinas, debían llamar al comisario, pero no estaban seguros de querer hacerlo, tenían muchas preguntas para hacerle.

Rosalía se sentó en la silla donde había apoyado su pie para cantarles, uno de los policías preparó el mate mientras que otros acercaron varias sillas en una ronda, ella, con paciencia, les contó mucho de la vida de su hermano y de su triste final en Córdoba donde murió de tuberculosis.

Fueron varias las rondas de mates. Era ya muy tarde a la noche, cuando Bernardo dio aviso al comisario y enviaron un mensaje a la comisaría de Mataderos desde el telégrafo de la comisaría de Puerto San Antonio Oeste.

A la mañana siguiente, en el tren de las 11 horas, que salía para Buenos Aires, los policías embarcaron a Rosalía con una cajita con un pollo que había cocinado la esposa de uno de ellos, pan, unos cubiertos y una botella con agua.

Cosas que, muy de tanto en tanto, pasaban en la inocente vida de un pueblo del interior del país y que el campeón de la comisaría agrandaba sobremanera cuando contaba la historia a sus vecinos.

Él había peleado con la hermana del Torito de Mataderos, a pesar del ojo morado seguía siendo un campeón, ¿Quién más en el pueblo había hecho algo así?

Texto: Patricia Adriana Capovilla, escritora de San Antonio Oeste

Foto: La autora de la nota (Facebook)

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