Lo circular de la vida. “Me duele el alma”. Jorge Incola

 

Era la década del cincuenta, en un barrio como hay muchos en el suburbano bonaerense. La señora venía de hacer las compras con una bolsa colgada de cada brazo, al llegar a la esquina la cruzó en diagonal desembocando en el campito del barrio dónde estaban los pibes jugando a la pelota, miró apurada de soslayo y le pareció que su hijo menor no estaba ahí, raro, pensó. Pero no le dio importancia, estaba apurada para preparar el almuerzo y se le hacía tarde.

Entró a la vivienda y en la cocina sentado a la mesa lo vio, echado hacia adelante con la cabeza apoyada en los brazos mirando hacia la pared sin gesto alguno. Apoyó las bolsas ruidosamente sobre la mesa para despabilarlo y le preguntó que le pasaba. – Nada, dijo él. – Te duele algo. – Sí, musitó. – Qué te duele. – El alma, dijo. Se miraron unos instantes, apenas respirando. Ella sacudiendo la cabeza e intentando una sonrisa, que no le salió, dijo. – Tomá, comete esta mandarina y anda al campito a jugar con tus amigos, ahí se te va a pasar hijo.

Transcurrieron muchos años, pasaron muchas décadas hasta en otro siglo estaban. Ella había quedado viuda, era abuela y en cualquier momento sería bisabuela.

Ahora la cosa era al revés, ella vivía en la casa del hijo y era él quién la cuidaba. Por años la rutina de ella era que a las ocho de la mañana ya estaba en la cocina tomando mate y comiendo facturas. El, que salía para el trabajo a esa hora iba a la cocina y de parado se tomaba un par de mates, la saludaba y se marchaba.

Ese día llegó a la cocina y la madre no estaba, miró la mesa y no vio señales de ningún preparativo de mate. En principio no supo que pensar, hizo memoria y no recordó nada de que ella saldría temprano a algún lado. Preocupado fue hasta la pieza de su madre y golpeó suavemente, ninguna respuesta surgió del interior de la habitación, el miedo a encontrarse con algo irreparable no le permitía abrir la puerta, apoyo la oreja para escuchar, y ningún sonido, con sigilo la entreabrió, hizo coraje y miró hacia adentro, un diminuto haz de luz que entraba por la ventana le permitió ver hacia la cama, ella estaba inmóvil con la cara hacia el techo, miró más detenidamente y le pareció verla respirar.

Juntó el coraje que no tenía y entró, al acercarse vio que efectivamente respiraba, y acostada sobre su espalda, con los ojos abiertos miraba fijamente hacia el techo. El disimulando lo más posible el temor que tenía, la saludó y le preguntó que le pasaba, eran más de as ocho y no se levantaba. Si se sentía bien, si le dolía algo, si llamaba al médico, si la llevaba al hospital. Ella intentando una sonrisa, que no le salió, respondió que estaba bien, que no le dolía nada. Bueno, sí, hijo hay algo que me está doliendo, y mucho. – Y qué es mami. – El alma hijo, el alma. Se miraron fijo unos instantes, ambos apenas respirando. El intentando una sonrisa, que no le salió, dijo.- Dale mami levantate, vení a la cocina que te cebo unos mates, te comes unas facturas y vas a ver como se te pasa todo, mami.

(Es un dolor tan pero tan grande y profundo que no duele el físico, no. Duele el alma).

 Texto: Jorge Incola, San Antonio Oeste, Río Negro

 

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