Se suele decir que quienes tenemos varios años solemos vivir de recuerdos. Y algo de razón tienen. Porque cada vez a menudo cualquier circunstancia nos trae a la memoria recuerdos, pero sobre todo aquellos de nuestra infancia.
Y como supo escribir el gran escritor Marcel Proust el aroma de las magdalenas lo transportó a ese estadio que algunos dicen que es la patria del hombre: la infancia.
Viendo en un comercio de almacén de los de antes observé con mucha nostalgia esas latas redondas y de hojalata en que sabía venir 5 kilogramos de dulce de batata, de batata con chocolate y de membrillo (hermosas todas). Hoy ya casi no se ven más. Y algo similar pasa con esos cajoncitos rectangulares de madera que servían para el mismo fin. Y se necesitaba la baquía de un buen contador para poner los trozos a la venta que cuchilla en mano ofrecía a la venta, envueltos en papel de estraza.
Y esa vivencia en forma inmediata me transportó a mis años de niño cuando mi infancia corría feliz por las calles del barrio La Falda de Bahía Blanca.
Porque mi buena madre le encargaba las latas vacías al despensero que servían para varios usos como para freir las empanadas y las tortas fritas en grasa, pero muy especialmente para hacer tortas también llamadas bizcochuelos.
Y aquí cabe la digresión erudita: Bizcochuelo significa literalmente “dos veces cocida”. Pero la demanda de las amas de casa de esta improvisada vajilla era mucha y el despensero para eso debía vender bastante dulce.
Y me pasó como a Proust o al perro de Pavlov porque por acto reflejo mi boca comenzó a salivar. ¿Por qué? Porque me trajo a la memoria el gusto de esas tortas que hacía mamá, donde era una delicia comer algo tibia la cáscara a veces quemadita que se le sacaba para untarlas luego generalmente con dulce de leche o mermeladas.
Jamás ninguna torta tendrá para mí el sabor de las que hacía mamá, con las disculpas a Irma. ¿O será que el complejo de Edipo es todavía muy fuerte? No sé, digo.
La modernidad trae sus cosas: artefactos de cocina para tortas, tortas industriales, polvo para bizcochuelos en cajitas, de hermosa vista, pero, pregunto: ¿Iguales a aquellas de nuestra infancia?
Por supuesto que estarán los refutadores de leyendas diciendo que eran tóxicas, pero yo, hombre sensible no de Flores sino de Valcheta, les respondo que aún gozo de buena salud.
Todo pasa, dice la canción, pero todo queda… Y me parece escuchar la dulce voz de mi madre llamándonos a la merienda con una generosa porción de torta de vainilla acompañada de una taza de cascarilla con leche ¡Qué antigualla!!!
Texto: Jorge Castañeda
Escritor – Valcheta