El mito de la Quintrala, la mujer más despiadada de Chile que torturaba sin piedad

Se llamaba Catalina de los Ríos y Lisperguer y su sobrenombre obedece al color rojizo de su pelo. Era una mujer talentosa, con poder e influencias y, más allá de las acusaciones, desentonaba en una época donde el género estaba destinado a roles secundarios. Murió a los 61 años y fue enterrada en el templo de los Agustinos en Santiago.

En Iberoamérica el rol de la mujer es y fue trascendente. Si bien silenciado por los historiadores de fuste, poco a poco va apareciendo su importancia en la creación de una sociedad distinta a la de la península, con sus atractivos y sus diferencias durante el periodo hispánico, y durante las guerras independentistas. Y así surgen nombres de mujeres de la talla de Juana Azurduy, Micaela Bastidas, Elena Arizmendi Mejía, Matilde Hidalgo de Procel, Beatriz Clara Coya, Sor Juana Inés de la Cruz, María Remedios del Valle, etc.

Todas ellas mujeres de gran temperamento y autoridad, que lucharon por causas nobles y muchas otras cuyos nombres la historia no nos lo revela. Pero hay una mujer, entre ellas, que vivió en la ciudad de Santiago de Chile por los años 1600 que, hasta el día de hoy, es sinónimo de la maldad y el mismo demonio encarnado con faldas. Estamos hablando de Doña Catalina de los Ríos y Lisperguer, llamada comúnmente “La Quintrala”.

La real academia de Historia nos explica sobre su linaje: “Hija legítima de Gonzalo de los Ríos y Encío, capitán de las guerras de Arauco, asistente a la fundación de Chillán, corregidor y encomendero de Santiago, y de Catalina Flores y Lisperguer, pertenecientes a la nobleza de la capital del reino. En ella convergían genes de orígenes tan dispares como Alemania, Andalucía, Canarias, Castilla, Galicia, Génova, Guipúzcoa, Navarra y la autóctona de los incásicos caciques de Talagante e Ilabe, mestizaje con el cual se ha querido explicar la vesania de la biografiada. Desde niña recibió el apodo de Quintrala, por ser pelirroja, color de la flor de la planta parásita llamada quintral”.

Se cree que nació alrededor de 1604 y cuando tenía 15 años falleció su padre, primero y un año después su madre, por tanto, ella quedó al cuidado de su abuela materna doña Águeda Flores y Talagante. Pasó su infancia en la encomienda de su poderosa familia, rodeada de esclavos, mestizos y naturales del lugar. Entablaba diálogos cotidianos con ellos y, aparentemente, fueron quienes le enseñaron las propiedades de las plantas medicinales y otros tónicos que se realizaban con hierbas y frutos. A diferencia de su abuela materna, quien gozaba de fama de buena mujer piadosa y recatada, su abuela paterna doña Catalina de Encío era considerada desvergonzada y bruja.

A los 22 años, en septiembre de 1626, se casó con el gentilhombre y coronel español don Alonso Campofrío de Carvajal y Riberos, dos décadas mayor que ella, cuya familia era descendiente de los Condes de Urgel y la Casa de Barcelona. Fue un matrimonio por conveniencia. Según las crónicas ella no lo amaba pero le tenía gran respeto. De esa relación nació un hijo que lo llamaron Gonzalo y murió a los 10 años. Su marido logró escalar en la sociedad hasta llegar a quitarle el puesto de alcalde de Santiago de Chile al propio hermano de doña Catalina, don Rodolfo Lisperguer.

Aparentemente, el amor platónico de “la Quintrala” fue el sacerdote que celebró su casamiento, el reverendo padre Fray Pedro de Figueroa, nacido en el Perú en 1580, miembro de la orden de San Agustín, quien emprendió con gran entusiasmo la labor evangelizadora que le fue encomendada realizar en Santiago. A él se le atribuye la factura del famoso “Cristo de Mayo” que hasta el día de hoy se venera en la iglesia de San Agustín de Santiago y que estará intrínsecamente ligada, por la leyenda, a “la Quintrala”.

Uno de los tantos mitos sobre esa extraña relación entre el Cristo de Mayo y doña Catalina señala que, con mucha discreción, ella solicitó a Fray Pedro que tallara un cristo con su rostro y así lo podría venerar en su casa. Y así ocurrió. Pero como Fray Pedro no sucumbió a los encantos de “la Quintrala”, ella en un ataque de furia, tiró la imagen a la calle que fue recuperada y depositada en la iglesia.

Otra de las leyendas dice que mientras azotaba a uno de sus esclavos, el cristo giró su cabeza hacia el cielo para no para no ver el horror que esta mujer estaba cometiendo y por tal descaro ella, indignada, mandó sacar la imagen de la casa. Pero son todas leyendas sin asidero alguno. Lo cierto es que la imagen del Santo Cristo estuvo siempre en el templo de San Agustín. Lo que sí se sabe es que en su testamento “la Quintrala” dejó el mandato de invertir una cantidad de dinero a la celebración y procesión. Así lo escribió: “Y los trescientos pesos que rentan se gasten los ciento de ellos en la fiesta de nuestro padre San Agustín y los otros doscientos pesos en la fiesta del Santo Cristo que se celebra 13 de mayo de cada año para que sea perpetua esta renta para siempre y se gasten en cada un año en dicha fiesta y sea patrón de esta buena memoria el dicho capitán Martín de Urquiza y después de sus días los que dejare nombrados”.

La mujer no solo era bella, sino también poseía grandes extensiones de tierra gracias a las herencias de sus padres y de su hermana. El más grande de esos territorios era el llamado “el Ingenio” que heredó de su abuelo Gonzalo de los Ríos. Y será en ese lugar en el que, según cuentan, comenzaron a ocurrir cosas horribles. En 1650 muere su marido y ella en un rapto de furia asesina mata a un esclavo llamado Ñatucón-Jetón a quien deja insepulto por tres semanas. En 1633, intenta matar a Luis Vásquez, clérigo de La Ligua, por haberle reprochado su vida disipada y sus crueldades. Ese mismo año todos sus inquilinos huyen hacia los montes y ella los manda a buscar por medio de la fuerza pública y auxiliada por su sobrino, Jerónimo de Altamirano, los azota y los tortura de manera despiadada.

Los crímenes y torturas se acrecientan y llegan hasta los oídos del Obispo de Santiago de Chile, Monseñor Francisco Luis de Salcedo dado que ni monja, ni sacerdote quedan fuera del alcance de la crueldad de “la Quintrala” si no le obedecían en sus desviadas pretensiones. En 1660 culmina una investigación iniciada por lo que había escuchado el Obispo de Santiago y Francisco de Millán, oidor de la Real Audiencia, quienes manda a aprehender a doña Catalina y comenzará el juicio. Pero “la Quintrala” no solo tenía poder, sino también dinero y contactos aceitados. La acusación contra Doña Catalina fue por 40 crímenes en los que estuvo directa o indirectamente involucrada.

El juicio se estancó y fue liberada sin culpa ni cargo alguno. Su salud se fue deteriorando de forma paulatina hasta su muerte ocurrida en 1665. Murió sin dejar descendencia, el 15 de enero de 1665 a los 61 años. Temida y mitificada en vida, sola y despreciada por todos, en su propiedad santiaguina contigua al templo de San Agustín.

En su testamento ella dejó establecido como debía ser su funeral:

-“Primeramente, encomiendo mi alma a Dios, nuestro señor, que la crio y redimió con su preciosa sangre y el cuerpo a la tierra de que fue formado y mando que mi cuerpo sea sepultado en el convento de señor San Agustín de esta ciudad en el en tierra de mis padres e mi cuerpo vaya amortajado con el hábito de nuestro padre San Agustín y se pague la limosna acostumbrada”.

-“Mando acompañen mi cuerpo el cura y sacristán con cruz alta y el Cabildo Eclesiástico y el demás acompañamiento dejo a voluntad y disposición de mis albaceas”.

-“Mando que el día de mi entierro si fuere hora y sino el siguiente se diga por mi alma por los religiosos de señor San Agustín de esta ciudad misa de cuerpo presente de réquiem cantada con su vigilia, responso, diácono y subdiácono y se me haga un novenario de misas cantadas que digan los religiosos hasta el día de las honras y el día de las honras me digan misa cantada y todas las misas rezadas que pareciere a mis albaceas así de esta religión como de otros y clérigos el día de mi entierro y honras a cuya disposición lo dejo”.

-“Mando se me haga cabo de año y se me digan las misas que pareciere a mis albaceas a cuya disposición lo dejo…”.

El funeral fue fastuoso y se la amortajó con el hábito de San Agustín y en ese templo está enterrada pero no se sabe en qué lugar exacto. Se supone que está en algún sitio del subsuelo trasero del templo.

“La Quintrala” fue una de las mujeres más malvadas de toda Iberoamérica, pero los relatos de su vida llegan por parte del historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna y los escritos de la época provienen del Obispo de Santiago Francisco González de Salcedo, enemigo de los Lisperguer y quien la aborrecía por las causas judiciales abiertas contra él en 1633.

Es muy probable que Mackenna se basara en estos escritos tendenciosos para reflejar una sociedad colonial y dramatizar una de sus obras: “Los Lisperguer y La Quintrala”. A los ojos de hoy, y con gran revisionismo de la historia de Doña Catalina, se puede decir que no actuó de manera diferente de como lo hacían los hacendados de su época. Lo cierto es que ella desentonaba en una época de la sociedad donde las mujeres estaban destinadas a roles secundarios e insignificantes. Porque era una mujer bella y talentosa, con poder, influencia y carácter fuerte y que despertaba envidia y desataba conflictos sociales.

El hecho que nos detalla que todo el relato de su crueldad manifiesta es una creación para castigarla por su género y condición es que fue sepultada dentro del propio templo de los Agustinos y vestida con el hábito de esta orden. Si hubieran sido tan grandes sus crímenes jamás hubiera sido sepultada dentro del templo y con tantos y tan grandes homenajes póstumos.

Texto: Gerardo Di Fazio, INFOBAE

 

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