No me gustan los que hablan hasta por los codos, lo locuaces que parlotean como loros alborotados y no te dejan meter aunque sea un pequeño bocadillo. No se les puede escapar de ninguna forma. Aturden con sus largas peroratas sin puntos y sin comas cambiando sobre el pucho y la escupida de un tema a otro. Son insufribles.
No me gustan las ojotas (en eso me parezco al Turco Asís). Las detesto. Y esas de plástico barato son las peores, antiestéticas, impúdicas, asquerosas.
No me gustan las personas que entran a un cajero automático y se pasan quince minutos o más adentro. ¿Qué hacen? Sólo Dios y las indiscretas camaritas lo habrán de saber. Y luego salen muy orondos, como si nada.
No me gustan los pedantes, los que están más echados para atrás que el que inventó la gárgara, los que suponen que lo saben todo. Impertérritos, adocenados. Tienen línea directa con Dios.
No me gustan las llamadas de los bancos, de las empresas consultoras de encuestas, de seguros, que desde el anonimato de un 011 fatigan mi paciencia, y a veces en horas de la siesta o de la noche. Y menos me gustan esas llamadas con número privado, a los cuales para ser consecuente me privo de atender.
No me gustan en épocas de vacaciones los apurados, esos que tienen cara de urgencia hasta para bajar a la playa. Y que van en sus autos al taco hacia ninguna parte.
Tampoco me gustan los turistas que en el lugar donde vacacionan se toman todas transgresiones que en sus lugares de residencia no hacen.
No me gustan los mendaces, los que mienten en todo, que agrandan sus hazañas hasta el hartazgo. Parecen políticos en campaña. No me gustan los políticos (no todos por supuesto, pero encontrar alguno que no mienta es más difícil que hallar una aguja en un pajar).
No me gustan los políticos que al otro día de asumir su cargo tienen más metamorfosis de la del libro de Kafka. Se olvidan de lo que fueron y se visten de funcionarios: traje con corbata, pantalones tipo chupín y zapatos con más punta que un puntero.
No me gustan las leyes y ordenanzas que prohíben todo. Habría que quemarlas en una pira gigantesca. Me gusta, en cambio, algún cartel que diga: “PROHIBIDO PROHIBIR”.
No me gustan los pagados de sí mismos, los frescos, los que se creen que son los unos piolas pero son un piolines.
No me gustan los autoritarios. Sobre todo los que obtienen algún misérrimo empleo público. Los que te retan por cualquier cosa. Y menos me gustan los funcionarios más inflados que un pavo real y amantes del relumbrón. Me dan lástima.
No me gustan los que usan zapatos sin medias, los que van en auto aunque sea a dos cuadras de su destino, los llamados running (tampoco me gusta esa palabra) que cuando van corriendo miran a los que no lo hacemos como bichos raros, no me gusta, como a Onetti, que me hagan la cama todos los días, no me gustan los indolentes, los que sacan las cosas de contexto, los que no leen y dicen sandeces, no me gustan los viajes, no me gustan los días de lluvia o de mucho viento, los que me molestan cuando estoy escribiendo, el asado crudo y rojo por dentro, las reuniones que duran más de media hora.
Y ni siquiera sé con certezas si me gusto yo. Pero, en fin, como se dice habitualmente “sobre gustos no hay nada escrito”, excepto estas alocadas reflexiones.
Texto: Jorge Castañeda
Escritor –Valcheta (Río Negro)
Foto: diario Río Negro