El sacerdote salesiano Domingo Milanesio recorrió desde Río Negro 88.000 km a caballo

El sacerdote salesiano Domingo Milanesio fue misionero itinerante porque terminó recorriendo desde Viedma 88.000 kilómetros a caballo, lo que significa dos vueltas al mundo, llegando hasta Tierra del Fuego.

Así lo pondera el periodista Sergio Rubín, jefe de temaS religiosos del diario Clarín, en una nota publicada este miércoles 13.

 Los curas que se enfrentaron a la Campaña del Desierto y civilizaron la Patagonia 

El año que viene se cumplirán 150 años de la llegada al país de los sacerdotes salesianos que venciendo todo tipo de adversidades evangelizaron el sur argentino, fundaron escuelas y hospitales y se opusieron a la matanza de aborígenes.

 Don Bosco tuvo una vez un sueño en el que indígenas asesinaban a unos misioneros, pero que luego fueron los sacerdotes de su congregación salesiana y lograron ganarse el aprecio de ellos. Tiempo después, en un providencial encuentro, un cónsul argentino en Italia de apellido Gazzolo le mostró unas pinturas y litografías en las que aparecían plasmados aborígenes semejantes a los que aparecieron en su sueño. Supo entonces que eran de la Patagonia.

El fundador de la congregación salesiana comenzaba así a gestar la idea de enviar a misioneros al sur argentino, que terminó de madurar cuando el entonces arzobispo de Buenos Aires, León Aneiros, lo visitó y le pidió justamente misioneros. Lo que daría paso a una verdadera epopeya por las tremendas dificultades de todo tipo que los salesianos tuvieron que afrontar y que salvó a no pocos aborígenes de las matanzas perpetradas por la Campaña del Desierto, llevó adelante una formidable obra civilizadora con la fundación de escuelas y hospitales, y logró establecer con la prédica y el testimonio la presencia cristiana en la Patagonia.

Los primeros misioneros llegaron a Buenos Aires el 14 de diciembre de 1875 y se instalaron en una iglesia. Luego también lo hicieron en otra en la ciudad de San Nicolás. Desde allí comenzaron a organizar su misión patagónica que para el europeo de aquella época no era parte de la Argentina, sino más bien tierra de nadie.

Pero la situación en el sur era difícil. “El plan para pacificar a los indígenas no funcionaba porque el gobierno no cumplía con los tratados, lo único que le interesaban eran las tierras y no la gente, y ellos se sentían cada vez más amenazados”, dice a Valores Religiosos el sacerdote Walter Paris, licenciado en Ciencias Sociales y doctor en Historia, autor del libro de reciente aparición “El imaginario de los misioneros salesianos: Patagonia argentina (1879-1916)”.

“Había temor a las represalias de los aborígenes, a los malones, a los secuestros, a las matanzas”, afirma. Por lo tanto, luego de un frustrado viaje en barco decidieron ir en 1879 a Carmen de Patagones con la Campaña del Desierto, acompañando a monseñor Mario Espinosa, que iba en visita pastoral.

“A estas alturas -cuenta Paris- don Bosco ya sabía que había en marcha un exterminio y que, por lo tanto, consideraba que los misioneros debían ir cuanto antes a acompañar y defender a los aborígenes. Pero al enterarse que lo harían con los perpetradores de la masacre les comunicó su desacuerdo. Pero uno de ellos, el padre Santiago Costamagna, le dijo que no había otra manera más o menos segura de ir.

“Pero a medida que fueron avanzando no se encontraron con aborígenes feroces, sino vencidos, con un pueblo arrasado y empiezan a preguntarse quiénes eran los bárbaros y quienes los civilizados porque la barbarie del ejército era enormemente superior a la de los aborígenes”, señala.

En general, los principales jefes indígenas habían huido a las montañas con sus combatientes y permanecido mayoritariamente los niños, las mujeres y los ancianos. “Estaban a la intemperie, en corrales, le tiraban la comida como si fueran animales”, narra. “Serán los salesianos -destaca Paris- los que empezarán a acercarse a ellos, a comunicarse, a darles alimentos y ropa”.

Los misioneros comenzaron a asentarse al año siguiente, en 1880, cuando el arzobispo Aneiros les otorgó la parroquia de Carmen de Patagones, con jurisdicción hacia el norte, siendo su párroco el padre José Fagnano, y de Viedma que llegaba hasta Tierra del Fuego y que estaba a cargo del padre Domingo Milanesio. Desde allí fueron avanzando, primero hacia poblados cercanos, luego, subiendo, en dirección a la confluencia del río Neuquén hasta a Chos Malal y las demás poblaciones cercanas y, finalmente, bajando hasta llegar al extremo sur.

“Pensemos que no había caminos, que se desplazaban a caballo en medio de la nada con el riesgo de sufrir una imprevista nevada y en el mejor de los casos les daban hospedaje en los ranchos”, apunta Paris. Además, eran pocos los misioneros y, por lo tanto, debían hacer más kilómetros. En ese sentido, destaca que el padre Milanesio fue “el gran misionero itinerante porque terminó recorriendo 88 mil km a caballo, lo que significa dos vueltas al mundo, llegando hasta Tierra del Fuego”.

Los misioneros iban promoviendo la fe, impartiendo catequesis, bautizando a los niños, confesando, además de brindarles la ayuda material posible. “Los indígenas los reconocían como gente buena que no quería hacerles daño”, dice Paris.

La misión empieza a consolidarse en 1883 cuando se crean el Vicariato Apostólico con sede en Viedma y la Prefectura Apostólica en Río Grande. Pero no debe pasarse por alto un marco clave: el hecho de que el arzobispo Aneiros -de gran sensibilidad hacia los aborígenes- haya creado en 1872 junto con el ministro Nicolás Avellaneda el Consejo para la Conversión de los Indígenas. Sin embargo, no contaba con interesados en ir a misionar a un lugar tan inhóspito como el sur hasta que dio con los salesianos.

En toda la Patagonia se establecieron centros misioneros, o sea, bases desde donde se salía a visitar a los pobladores, salvo en Tierra del Fuego donde se optó por las reducciones, un puñado de pequeñas colonias en las que los aborígenes vivían y recibían formación religiosa.

“Comenzaron a crearse escuelas que permitieran la inclusión y el desarrollo de los aborígenes con idiomas, cultura y oficios, siguiendo el criterio educativo de don Bosco, en contraposición con una línea en boga que los consideraba ‘indolentes’ y que no eran recuperables”, señala. El hecho de que con el tiempo se sumaran las monjas de la congregación salesiana Hijas de María Auxiliadora fue una gran ayuda.

“Lo cierto es -añade- que terminada la campaña militar el Estado se sacó de encima a los aborígenes y se los dejó a los salesianos”. Las escuelas -más los internados que crearon- eran sostenidas con el aporte de cooperadores de todo el mundo porque el Estado no les daba un sólo peso a los salesianos.

Más aún: los salesianos fundaron hospitales porque aunque suene extraño las poblaciones importantes no tenían hospitales y convirtieron a la Patagonia en el único lugar del país donde la salud era gratuita.

Paris niega de plano que los salesianos hayan ejercido la coerción en su tarea evangelizadora. “Ellos sugerían, les preguntaban a los padres si querían enviar a sus hijos a los internados para educarlos”, cuenta.

“En la actualidad hay líneas dentro de los pueblos aborígenes que dicen que les impusieron el cristianismo, pero los salesianos vinieron a compartir lo más valioso que tenían que era Jesús. Hubo lo que puede ser un único episodio cuando el vicario Juan Cagliero quiso evitar un ritual indígena para que no se desviaran del cristianismo, nada más”.

De hecho, considera que los salesianos “tuvieron que ver en el comienzo de una conciencia indígena que brillaba por su ausencia en aquella época. Y fueron los que llevaron las escuelas, los hospitales, la ayuda a los más pobres, la caridad de Cristo y evangelización. La presencia católica en la Patagonia es gracias a los salesianos”.

Texto: Sergio Rubin

Editor de la sección Mundo. Es responsable de los temas religiosos en Clarín y editor de su suplemento Valores Religiosos. Posgrado de periodismo en la Universidad de Navarra. Columnista del programa “Sábado Tempranísimo”, en Radio Mitre, y en el canal Todo Noticias (TN). Es co-autor del libro “El jesuita, conversaciones con Jorge Bergoglio”, y autor de “Secreto de Confesión”. Premio ADEPA en el rubro solidario y Santa Clara por la trayectoria.

 

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